He nacido en
esta vereda. Aquí pasé mi niñez jugando con aviones de papel, armando bloques
que formaban un castillo, arrastrando autos de plástico sobre una rebuscada
pista de Hot Wheels, ensuciando mis dedos al arrojar canicas por el suelo y
encorvando las palmas de mi mano para voltear figuritas a fin de ganar una
competencia. Allí, en cambio, los niños se entretenían con celulares de última
generación, con PlayStation portátiles, con tablets, con criaturas animadas y
fantásticas que solo existían tras una pantalla plana de computadora.
En este lado,
también transcurrió mi adolescencia, conociendo personas con las cuales me encariñé,
dando mi primer beso a los doce años, comunicándome con amigos a través de
cartas manuscritas que no cesaban de volar, encontrándome con la chica soñada
en algún recreo o luego de las horas de escuela para maravillarnos con el
sencillo acto de recorrer el mundo tomados de la mano, anhelando subir a un
vehículo con la esperanza de que un mayor me traslade a un destino fijo,
comprando golosinas a pesar de la amenaza de mis caries. Allí, en
contraposición, los adolescentes se involucraban con sujetos mediante el chat
de las redes sociales, experimentaban la comunicación con emoticones y con un
lenguaje virtual que era posible gracias a la función de los teclados qwerty,
se besaban por primera vez antes de los diez y concebían hijos a muy temprana
edad; paseaban en motocicleta de forma imprudente sin ayuda de los mayores,
compraban drogas para consumir y permitir que estas las consuman a ellos.
Desde esta
vereda, me adentré en la adultez, pudiendo visitar la serena noche sin
perturbaciones en el camino, saliendo a buscar trabajo una vez leídos los
anuncios de los periódicos, volviendo a casa con mi Chevrolet 400,
conformándome con lo poco, tomando coraje y atreviéndome a pedir la mano de mi novia,
soñando permanecer el resto de mis días con la mujer amada y queriendo el mejor
futuro para ambos. Allí, en contraste, las personas se introducían en la
adultez atemorizándose por el peligro y la inseguridad que los envolvía,
buscando trabajo desde la comodidad de su hogar con solo un clic en el mouse, luciendo un SSC Ultimate Aero,
exigiéndose siempre escalar más alto, conviviendo con sus parejas,
desconsiderando el matrimonio y rindiendo culto a la infelicidad.
Finalmente aquí,
llegué a la vejez sintiendo el respeto de todos, escuchando la formalidad con
la que se dirigían a mí, dejándome ayudar por las manos voluntarias que
aliviaban cada malestar que me aquejaba, contemplando el desarrollo saludable e
inocente de mis nietos, descansando por las noches con la calma de una ciudad
musicalizada por los grillos y despertando con el dulce sonido de las aves
madrugadoras. Allí, por el contrario, los ancianos sufrían notando el abandono
del prójimo, entristeciéndose por las respuestas a sus reclamos que nunca
llegaban, convirtiéndose en damnificados por el pago insuficiente de sus
jubilaciones, oyendo la informalidad y el maltrato con el que eran llamados, siendo
testigos del crecimiento ciego de sus nietos, durmiendo incómodos por la
contaminación sonora del tránsito caótico y despertando de la misma forma. Sin embargo,
muchas personas ni siquiera llegaron a la ancianidad, víctimas de esa realidad;
muchas personas que alguna vez fueron niños, adolescentes y adultos como yo,
pero que tuvieron una vida diferente a la mía por el simple hecho de haber
nacido allí…, en la vereda de enfrente.