La noche orinaba torrencialmente, mientras Sables observaba las ollas
corroídas y amontonadas en su cocina. Miraba, pero no veía. Su mente carburaba
con el fin de hallar al culpable de los destripamientos de Sevilla. En los
cadáveres había encontrado pistas que confluían todas en un solo sitio: uno de
los suburbios más viles y mafiosos de la ciudad. Salió con su convicción a
cuestas. No obstante, al llegar al escenario, su rostro se transfiguró
reconociendo la silueta de una oficial de policía: la señorita Wolff.
—Durante años, te has
ocupado de coleccionar criminales, postergándome a mí como un objeto sin valor
alguno —habló ella, con una voz sin hálito y con sus labios penosamente
desteñidos—. Solo fui para ti una ramera más a quien follar y que destripaste
en cada encuentro nocturno sin un verdadero interés sentimental. ¡Pero ya
basta! Es tiempo de que se inviertan los roles. Es tiempo de que tú formes
parte de mi colección…
El detective
Sables se vio acorralado en un callejón sin salida. Wolff, mientras tanto,
aseguraba el filoso cuchillo entre sus dedos expectantes de venganza.