Dos personas impersonales. Una infancia
tironeada de los pelos. Una misma habitación protagonista de los actos
carnales. Cuatro patas crepitando sobre el piso de madera en cada envión. Dos
diáfanos ojos anunciadores de una muerte en vida. Un padre en todos lados. Una
madre ausente u olvidadiza. Tres avemarías insuficientes. Siete arcángeles
sordomudos: Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Jofiel, Chamuel, Zadkiel. Ocho
ventanas dormilonas, sin ganas de querer despertar. Veinte dientes de leche
reteniendo el grito desaforado de un infante. Un rostro partido al medio por el
surco de las lágrimas. Dos labios satirómanos llamadores de silencios. Cuatro
cavidades de corazón dañadas física y psicológicamente. Diez dedos adultos
marcados sobre la tierna piel lampiña. Dos veladores inútiles, insulsos, sin
agallas para iluminar. Una pubertad confusa. Una adolescencia trágica e
inmanejable. Treinta lenguas estudiantiles improvisando las más ingeniosas
burlas. Dos orejas moradas por la fuerza de las detonantes carcajadas. Ocho
articulaciones afeminadas marcando el swing del joven descartado y
aislado como un desecho en el basural. Un director demasiado ocupado para
atender los asuntos particulares. Tres páginas web acosadoras: Twitter,
Facebook e Instagram. Cinco rayas de sangre sobre el antebrazo. Una decisión.
Dos pies encaminándose al establecimiento educativo. Treinta y seis balas
listas para darse a conocer. Doce muertos. Quince heridos. Siete docentes
huidizos, cobardes. Cinco patrulleros con sus sirenas buchonas. Un beso de
pistola en el entrecejo. Diecisiete años liberados. Y, al final, una mueca de
sonrisa.