(Prólogo a El escuadrón de las hipálages, seminario Nebrija, TAHIEL ediciones 2020)
HIPÁLAGE: f. Ret. Dícese de soldar un adjetivo
rebelde a un sustantivo desprevenido.
La perfecta subversión del lenguaje.
Siempre me
consideré un mal profesor. Hacía
oídos sordos a la palabra de mi madre cuando aconsejaba: “No te involucres
demasiado. Te va a hacer mal” —y en el fondo sabía que ella tampoco lo
implementaba—. No podía entrar al aula, dictar la clase (abran el libro en la página..., saquen una hoja, tomen nota) y
fingir que nada más sucedía. No quería ser una tiza impasible delante de un
puñado de alumnos de cartón. Los destinatarios del conocimiento eran personas
que cargaban con una historia, una trayectoria y otros aprendizajes que la vida
misma te va dejando.
Sí, me
consideré siempre un mal profesor.
Porque, mientras otros colegas se detenían en aspectos normativos y sintácticos
—lo recomendable según el Diseño Curricular—, a mí se me pasaban por alto varias
faltas de ortografía por interesarme, en realidad, en los aspectos intrínsecos
del alma de quien traza esas palabras que los cuadernos dejan en evidencia.
Algo que no te enseñan en ningún profesorado. Así y todo, me recibí y cuanta
escuela que pisé me dejó vía libre para aventurarme. “¡Si no ponen humanidad en
lo que escriben, no entreguen nada!”, solía exclamar enojado cuando respondían
mecánicamente a una actividad con el único fin de aprobar. Y es que el saber no
tiene sentido si no se vincula con la experiencia de la que cada uno es
protagonista.
Siguiendo mi camino de mal
profesor, me topé con Tahiel ediciones. Y una idea redentora comenzó a tejerse
editorial adentro: ¡un seminario! Era la oportunidad para anexar saberes y
pasiones: quien tuviera la misión de escribir tendría que pasar por una
operación a corazón abierto…, sí, tendría que viajar a los confines de la
identidad y comunicarlo a través de palabras abrasadoras —con S o con Z, da
igual en este caso—. Así nació Nebrija, un proyecto que daría a luz una
escritura bicéfala: por un lado, reglas ortográficas y, por el otro, emotividad
en erupción.
Por suerte, me encontré con los peores
estudiantes, ¿¡pueden creerlo!?: ninguno se preocupó por la nota, ninguno
degustó pasivamente el conocimiento. Muy por el contrario: todos ellos
utilizaron este seminario como un canal de expresión desinteresado, sin una
finalidad terrenal, con el único objetivo de comandar sus sentimientos
otorgándoles una corporalidad literaria. Cada sábado, en cada encuentro, me
demostraron ser diferentes al promedio: se envolvieron con las lecturas,
indagaron, se ayudaron entre sí, consultaron y llevaron el poder del decir a su
cumbre de oro. Con ellos, la retórica tomó un nuevo significado: uno más
apasionante y carnal. Se convirtieron en el escuadrón de las hipálages y nos
salvaron de las redacciones villanas y académicas que solo ocupan un lugar más
en los anaqueles de la seriedad. Estos nebrijanos son estudiantes
electrizantes, plumas humanas, latidos aviadores, mentes sublevadas, voces
exquisitas… Y les puedo asegurar que esos calificativos son solo la punta del iceberg.