Si las
adicciones representan lo no dicho (a-dicción),
yo tengo la boca atornillada y la nariz llena de polvo.
Me puse tan del orto que recaí. Llevaba limpio tres
semanas. Me importó importé un carajo. Ya estaba harto de las
discusiones de siempre, de este círculo vicioso y familiar de nunca acabar.
Sabía que, en la campera de jean, en uno de los
bolsillos roñosos, estaba el “consuelo”. Ese consuelo blanco, pero que
oscurece. Ese consuelo que me presentó Gillet…
¿Es realmente un consuelo?
Hoy sé que no. Sé que, por cada aspirada, algo dentro
se me muere. Pero llega ese momento en que la abstinencia y la bronca se
vuelven intolerables y caigo en la zona de confort: «Más vale malo conocido que bueno por conocer». Es esta puta
adicción que no me deja dejarla. Y la tentación que siempre termina ganándole
la pulseada a toda lógica.
Aproveché que mi viejo se fue tras dar un portazo,
para mandarle sin asco. El conocido ritual: la tarjeta de plástico, la
bandejita de metal, las tres líneas. Y esnifar. Levantar el mentón hasta sentir
el sabor amargo deslizándose por la garganta. Lo que sobra, llevárselo a la
boca… ¡Esa linda sensación de anestesiarse las encías (y las neuronas) cuando
todo alrededor se está yendo a la mierda! Intentar apagar cada culpa que me
vomita mi viejo por el abandono de mi vieja. Y tratar de superar el reciente
trauma.
Odiarse así, en cámara lenta, a cara lavada.
Naturalizar esos peligros que llamábamos…
—¡Consuelo! Eso es lo que te hace
falta a vos —me dijo Gillet la mañana en que nos conocimos.
Las circunstancias no eran las
mejores. Estábamos en el after más
cachivache de la Ciudad de Buenos Aires, en algún punto ciego de Barracas. La
escena parecía sacada de una película clase B. Volteé y lo tenía más cerca de
lo que pensaba. Me topé con su enorme cicatriz en medio de la cara. —Por eso lo
apodé Gillet—. Su pelo grasoso pegado a la frente aguardaba una respuesta a
pocos metros de mí. Se bajó la bragueta y comenzó a mear en el mingitorio de al
lado. En ese baño transpirado de luces rojas, éramos únicamente él y yo. Asentí
con la cabeza que no paraba de darme vueltas por el alcohol. Y bajé la mirada. Lo
vi sacudirse los restos de orina y luego dejar caer el consuelo cerca del botón
de descarga. Lo acomodó con una precisión quirúrgica que solo le conocí en esas
ocasiones. Dos líneas perfectas: una para él y otra para mí. Y un aguijón hecho
palabras:
—Si compartimos la nieve, compartimos la cama. ¡Vos elegís!
El resto es historia. Algunos encuentros casuales
(siempre a escondidas), cada vez que huía de los reclamos de papá. Su rancho
como refugio. Un par de secas y de saques. Acostumbrarme a su dudosa
heterosexualidad que histeriqueaba las noches. Él hablándome de las minitas con
las que había cogido, mientras me invitaba a ficharle el bulto que de a poco se
endurecía (como nuestras mandíbulas). Morbosidad que yo compraba con tal de
conservarlo en mi vida. Porque dignidad y autoestima nunca tuve. Ser su fantasía
porno, en la que solo él disfrutaba: la masturbación oral a la que me obligaba
sujetándome las rastas. Y lo paradójico de contar que a mí no me tocaba ni un
pelo.
¡Qué patético resulta asumir que no existió siquiera
un beso entre nosotros!
Y, sin embargo, sentía que lo
quería. Que lo necesitaba. Una dependencia emocional que nacía mientras sepultaba
mis restos de amor propio con los raquetazos que me mandaba.
Hasta que, en una ocasión, todos los límites fueron
cruzados.
Pienso a diario en esa noche, en la que cada decisión que
tomé agravó la avalancha de las consecuencias: seguirle el paso, aventurarme a
aquello de lo que me arrepentiría toda la vida y maltratarme a tal punto de terminar
inconsciente sobre un colchón lleno de ácaros.
Tengo lagunas mentales sobre lo que pasó en esa
habitación de Pompeya. Sí sé cómo comenzó. Con una pregunta de su parte. Una
invitación. Una droga más potente.
—¿Te animás?
Y mi sí por costumbre. ¡Cómo decirle que no cuando
nunca me enseñaron a hacerlo! Y peor aún, ¡cómo desconfiar del hombre que me
prestó un techo cada vez que afuera me estallaba una familia!
Gillet puso a disposición los elementos
indispensables: bicarbonato, una cuchara de dudosa procedencia, virulana, una
pipa improvisada y… el consuelo. Bastó el fuego del encendedor para perdernos entre
el humo falopa. La volteada fue instantánea. La luz parecía titilar de más. Las
latas vacías de cerveza nos miraban indignadas. De pronto, me asaltó un mambo
returbio, tan distinto a tantos otros, que me contaminó los pensamientos y me
asfixió la conciencia. Pude ver la suciedad escondida bajo la alfombra de la
sociedad. Mambeadas y más mambeadas. Y el superyó taladrándome con culpas la
cabeza. Sentí asco por mí, por haberme convertido en un gusano más que está
pudriendo esta manzana llamada mundo… Y por no poder evitarlo.
A Gillet el mambo le pegó distinto. Recuerdo
escucharlo hablar de los tranzas que lo querían cagar a trompadas y de sus
malas juntas a las que consideraba amigos. Todas sus anécdotas tenían un hilo
conductor: la merca. Él y sus monólogos monotemáticos. Yo, tan ausente y
decayendo.
La realidad comenzó a distorsionarse más y devino el
apagón.
Cuando me rescaté un toque, me descubrí desnudo y boca
abajo en su cama. Mi piel traspiraba por el exceso de frula y por la presión
que ejercía el cuerpo de Gillet sobre el mío. No entendía qué estaba pasando. Y
no tenía fuerzas para averiguarlo. Solo oía cómo él me insultaba, escupiendo
fragmentos de una discusión que no recuerdo. Gritaba como grita papá, con ese
tono de superioridad que aprendió en la escuela de los machitos.
Y de buenas a primeras, se calló un rato para dar
lugar al salivazo y a la penetración forzada.
—¿Te gusta así, putito? ¿Es esto lo que querías?
—preguntó entre dientes sin esperar respuesta.
Yo era todo dolor, por dentro y por fuera. No pude
zafarme, no lo intenté siquiera. Tenía el cuerpo tan abandonado desde el
abandono de mi vieja que simplemente dejé que pasara.
Acabó al instante: sentí su inmundicia caliente
lloverme entre las nalgas. Luego se levantó, se prendió un pucho y me dio cinco
minutos para que me cambiara y me tomara el palo. No quería verme. Él no me
necesitaba. Me desechó con la misma facilidad que desechó el forro recién
usado.
Y me vi en la calle. Dopado y derrotado. Sin más
remedio que volver a casa. Con una certeza aterrizando en mi reflexión: la de
entender que él fue el peor de mis consuelos, el mayor de mis peligros. Solo,
como todos los hombres que conocí. Sin una red de apoyo que me allanara el
camino. Porque si hay algo que les envidio a las mujeres es justamente su
capacidad de sostenerse, de sororizar. A nosotros, en cambio, nos criaron para
las piñas y con el primer mandamiento de que “solo y en silencio, podés con
todo”. Y así vamos quedando: comunicacionalmente cavernícolas en la era de las
emociones. Testosterosaurios. Cortados por la misma tijera. O por la misma gillette.