Su carne era pecaminosa para muchos, pero un manjar para su novio. La
mente del ferviente enamorado se había ocupado de dejar sus prejuicios en
lontananza, y a su corazón no le interesaba distinguir entre un positivo y un
negativo, sabía amar de una sola manera: con toda la potencia de la vorágine.
Lejos estaba la sangre de su doncella de contaminarse tanto como las ideas
perláticas y andrajosas de los allegados que no hacían más que deteriorar la
existencia flamígera de la involucrada. Solo pudo salir a flote por los latidos
indómitos y rimbombantes de ese hombre que juró acompañarla eternamente. Y fue
así que venció su enfermedad, inventándole una nueva acepción a la
palingenesia.