Un
jueves te despertás y te das cuenta de que son ya casi cien los infectados en
tu país. No te cabe en la cabeza cómo, pese a las medidas, el horror se sigue
expandiendo... Un escozor asalta tu pecho y te empuja a levantarte. Tu olfato
busca reencontrarse con el olor a pan tostado con el que amaneciste muchas
veces, pero papá no está. Ni papá, ni mamá, que te llamaba a viva voz para
cebarte esos mates con café que tanto te gustaba tomar por las mañanas. ESTÁS
SOLO. Te lavás la cara en el vanitory
del antebaño y, al colisionar con el espejo, te reconocés en cuarentena. Como
todos los argentinos. El departamento resplandece por la blancura de sus
paredes y lo único que se te mete en la nariz es la baranda a desinfectante que
recomienda el Ministerio de Salud. Ponés la pava y notás que la llenaste de más
(para qué tanta agua si solo estás vos), la costumbre. Mientras se calienta, te
aventurás a la calle para sacar la basura: solo un par de almas en la vereda.
Volvés sobre tus pasos para autoconvencerte de que fue un espejismo y continuás
con el desayuno. Prendés la compu y te apurás a terminar un trabajo que no
tiene prisa. Se te ocurre retratar el momento y lo subís a tus historias de
Instagram (seguro que para sentirte acompañado sabiendo que hay alguien que las
mira del otro lado de la pantalla, aunque solo sea virtualidad). Te encaprichás
con un abrazo y no sabés a quién pedírselo. No vayas a molestar a tu novio, que
está a más de cuarenta kilómetros de distancia. No se te ocurra molestar a tus
viejos, que ya demasiado hicieron por vos. No pretendas mensajear a tus amigos
que, como pueden, cumplen también la cuarentena...
El coronavirus, por suerte, no conoció mi nuevo departamento, él es el único al que no se lo quiero mostrar. Pero me contagió una enseñanza: que cuanto más aislados estamos entre nosotros, más nos urge abrazarnos en comunidad.